He recorrido caminos llenos de cumbres brillantes y abismos que me han roto y si algo he aprendido es que la vida no se define solo por las victorias que exhibimos, sino por cómo enfrentamos las derrotas que nos hacen tambalear, pretender que solo existen triunfos es una ilusión frágil que se quiebra al primer golpe, reconocer el fracaso, abrazarlo con el alma al descubierto y los dientes apretados, es un acto de coraje puro.
Ser brutalmente honestos —con nosotros mismos y con quienes comparten nuestro camino— es la única forma de transformar las heridas en lecciones, pero más allá de eso, es la resiliencia, esa fuerza indomable que nace de las caídas, la que nos permite levantarnos, aprender y seguir, nada mata esa resiliencia más rápido que tirar la culpa a lo que supuestamente nos perjudicó, señalar al mundo, a los demás, o echarle la culpa al tiempo, el fallo en lo que nos rodea, incluido el reloj que no esperamos, no solo es incorrecto; es vergonzoso.
La derrota no avisa, llega como un golpe seco, se planta frente a ti y te reta a no apartar la mirada, la he sentido en cada fibra: planes que se deshacen como castillos de arena, metas que se esfuman, esfuerzos que parecen burlados por un resultado que no llega, en esos momentos, el instinto es buscar una salida fácil, culpar a los demás, al destino, a las circunstancias, es tan sencillo decir: “No fue mi culpa, fue el sistema, fue la gente, fue la tormenta”. O peor aún, echarle la culpa al tiempo: “No fue suficiente, el reloj corrió más rápido, las horas no alcanzaron”, esa excusa es un veneno, tirar la culpa al tiempo, como si las agujas del reloj fueran las únicas responsables de mis tropiezos, es una cobardía que disfrazo de explicación, el fracaso en lo que está fuera de mí —en los colegas que no ayudaron, en el mundo que no cooperó, en el tiempo que no se detuvo— es una vergüenza que me roba la oportunidad de crecer, por que cuando culpo al tiempo o a cualquier cosa externa, me despojo del poder de aprender, de corregir, de ser el dueño de mi propio camino.
Aceptar la derrota es donde empieza la resiliencia, es mirarme al espejo y decir: “Esto fue mío, lo hice mal, yo elegí mal, yo no estuve a la altura, no me preparé” Esa verdad duele como un corte profundo, pero también limpia, en los escombros de mis fracasos he encontrado las respuestas: las decisiones que tomé a medias, las señales que ignoré, los riesgos que no medí, cada error es un mapa, cada caída un maestro, solo puedo leer ese mapa si dejo de echarle la culpa al tiempo o al viento que sopló en contra, la responsabilidad se asume, ese es el primer ladrillo de la resiliencia, porque no se trata solo de levantarse; se trata de levantarse con la claridad de saber por qué caí y cómo no volver a tropezar con la misma piedra, la resiliencia no es una fuerza ciega que me empuja hacia adelante; es una fuerza consciente, forjada en la honestidad de reconocer mis errores y en el trabajo de corregirlos.
Esa resiliencia exige una honestidad que quema, primero conmigo mismo, sin excusas, sin paños tibios, si fallé, lo admito, no di lo mejor, lo reconozco, ¿qué hice mal? ¿qué puedo cambiar?, ¿qué haré diferente? no es un castigo; es un acto de respeto hacia quien soy.
Negarme la verdad es negarme la posibilidad de ser más fuerte, esa honestidad no termina en mí; se extiende a quienes caminan conmigo, compañeros, familia, los que apuestan por mí: ellos merecen saber quién soy, con mis aciertos y mis caídas, ocultar mis derrotas, las malas decisiones, la soberbia para no cambiar y disfrazarlas con cuentos de “no tuve tiempo” o culpas al azar, es traicionarlos, es robarles la chance de conocerme de verdad, de sostenerme de verdad, de crecer conmigo, cuando admito mi fracaso sin rodeos, les doy permiso para ser humanos también, les digo que está bien tropezar, que está bien necesitar apoyo, que está bien no ser invencible, esa vulnerabilidad no nos debilita; al contrario, nos une y fortalece la resiliencia colectiva que nos permite enfrentar el próximo golpe juntos.
La resiliencia no es solo resistir; es transformar, tomar el dolor de la derrota y convertirlo en combustible, cada vez que he caído y me he levantado, no he vuelto a ser el mismo, soy más duro, sí, pero también más sabio, cada fracaso que asumí, cada culpa que no tiré al tiempo ni al mundo, me dio una herramienta nueva: una lección, una perspectiva, una razón para seguir.
La resiliencia es lo que me permite mirar un sueño roto y en lugar de rendirme, recoger los pedazos y construir algo nuevo, no es la ausencia de miedo o de duda; es la decisión de avanzar a pesar de ellos y esa decisión solo es posible cuando dejo de culpar a lo externo y me hago cargo de mi historia.
Las victorias, por supuesto, tienen su lugar, no las rechazo, cada una es una prueba de que el sudor, las dudas y las noches en vela valen la pena, pero no son todo, celebrarlas sin olvidar las derrotas que las precedieron es lo que les da peso, una victoria sin las cicatrices de los fracasos es solo un destello vacío, un trofeo sin alma, yo quiero triunfos que cuenten la verdad: que hablen de las veces que caí, de las culpas que no tiré al tiempo, de las lecciones que cargué en la espalda, de la resiliencia que me trajo hasta aquí.
Ser incisivo con la derrota es darle el respeto que merece, no es hundirse en ella, sino entender que no soy mis fracasos, pero que ellos me han forjado, cada vez que asumí mi responsabilidad, cada vez que dejé de echarle la culpa al tiempo o a lo que fuera, alimenté mi resiliencia, cada vez que fui honesto —conmigo, con los míos—, construí un camino más sólido, culpar al tiempo, al universo, a los demás, es el camino fácil, pero es un callejón sin salida, la vida no se trata de esquivar el fracaso; se trata de aprender de él, de usarlo como cimiento, de dejar que la resiliencia lo convierta en el motor de lo que viene, yo elijo ese camino, caer, reconocerlo, levantarme y seguir, con la verdad como brújula, la derrota como maestra y la resiliencia como mi bandera.
No hay otra forma de vivir que merezca llamarse vida.