“Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. El Padre y yo somos uno”. En este pasaje, Jesús, el Buen Pastor, nos ofrece una promesa de amor eterno, un vínculo inquebrantable entre el Pastor y su rebaño que nos protege de las tormentas del mundo y las fragilidades humanas.
La semana pasada, reflexionamos sobre el conmovedor diálogo entre Jesús y Pedro, donde el Señor, tras preguntarle tres veces “¿Me amas?”, le encarga: “Apacienta mis corderos… Pastorea mis ovejas… Apacienta mis ovejas”. Este mandato, dado en el contexto de la resurrección, no solo restaura a Pedro tras su negación, sino que establece el fundamento del ministerio petrino, confiado a los sucesores del apóstol, incluido nuestro nuevo Papa León XIV, juntos estos Evangelios forman un díptico que ilumina el rol del papado como reflejo del pastoreo de Cristo, en Juan 10, Jesús promete que nadie arrebatará a sus ovejas de su mano; en Juan 21, delega a Pedro la misión de guiarlas en la tierra, esta conexión resuena profundamente en este momento histórico, cuando León XIV asume el timón de la Iglesia en un mundo lleno de desafíos.
La elección de un nuevo Papa es un signo de esperanza, un recordatorio de que el Espíritu Santo guía a la Iglesia a través de las complejidades de cada época, sin embargo, también nos confronta con la realidad de los retos que enfrenta el Santo Padre, como Pedro, León XIV está llamado a apacentar a las ovejas en un mundo marcado por la confusión, la polarización y la secularización, escándalos internos, debates teológicos y la presión de una cultura que a menudo rechaza los valores cristianos son lobos que acechan al rebaño y como Pedro, que negó a Jesús antes de recibir su misión, el Papa es humano, sujeto a limitaciones y errores, pero el Evangelio de Juan 10 nos ofrece un consuelo profundo: “Nadie las arrebatará de mi mano”, esta promesa trasciende las fallas humanas, asegurándonos que aunque los pastores terrenos puedan tropezar, la mano del Padre y del Hijo, que son uno, nunca nos soltará.
Estos Evangelios también nos invitan a reflexionar sobre nuestra responsabilidad como ovejas del rebaño, en Juan 21, el encargo a Pedro está precedido por la pregunta: “¿Me amas?”, este amor es la clave del discipulado, escuchar la voz del Buen Pastor, que resuena a través de la enseñanza de la Iglesia y la guía del Papa, requiere un corazón atento y una fe viva, en un mundo donde ideologías, modas y distracciones compiten por nuestra atención, discernir la voz de Cristo es un desafío que exige oración, participación sacramental y compromiso con la verdad, León XIV como sucesor de Pedro, tiene la misión de señalarnos el camino hacia la vida eterna, pero nosotros debemos apoyarlo con nuestra oración y nuestra obediencia, viviendo el Evangelio en nuestras familias y comunidades.
Además, estos pasajes nos desafían a ser pastores para los demás, el mandato de apacentar no es exclusivo del Papa o de los sacerdotes; cada uno de nosotros está llamado a cuidar de las “ovejas” que Dios nos confía, ya sea en el hogar, el trabajo o la sociedad, lo que implica vivir con generosidad, defender la fe con valentía y buscar a quienes se han extraviado, como el Buen Pastor, que dio su vida por sus ovejas, nuestro testimonio debe reflejar un amor que pone a los demás primero, incluso a costa de sacrificios.
En este tiempo pascual, con un nuevo Papa al frente, el Evangelio nos llama a renovar nuestra confianza en la guía de la Iglesia y a unirnos en oración por León XIV, que como Pedro, responda al llamado de Cristo con un amor ardiente y una entrega total, que su liderazgo, iluminado por el Espíritu Santo, fortalezca la unidad del rebaño y nos acerque a la vida abundante que Jesús promete y que nosotros, como ovejas fieles, sepamos escuchar su voz, seguir su camino y confiar en que, pase lo que pase, estamos seguros en la mano de Dios, por que como nos asegura el Señor, “el Padre y yo somos uno” y en esa unidad encontramos la certeza de nuestra salvación.