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Señor mío y Dios mío

Mostrando sus manos marcadas por los clavos y su costado abierto por la lanza, manifestándose, no con estruendo ni gloria deslumbrante, sino en la quietud, en la fragilidad de un momento humano, con las heridas que cantan su amor y su victoria sobre la muerte y sin embargo, nosotros, hombres de poca fe, dudamos, día tras día en el ir y venir de la vida nos cuesta verlo, nos pesa no poder tocarlo, nos duele esa sed de sentirlo cerca cuando el mundo parece tan ruidoso, tan lejano.

Me miro y me veo en esos discípulos, escondido tras puertas cerradas, no de madera, sino las que levanto en mi corazón, hechas de preocupaciones que me asfixian, las cuentas que no cierran, el trabajo que me agota, la salud que tambalea, los hijos que crecen y me desafían, o esa sensación de que el tiempo se escurre sin que encuentre mi lugar, es el miedo a fallar, a no ser suficiente, a no entender qué quiere Dios de mí y en esos días, cuando el despertador suena demasiado temprano, cuando el tráfico me desespera o cuando miro el techo en la noche sin poder dormir, anhelo una señal clara, quiero que Jesús entre en mi sala cuando entro a un podcast, que se siente conmigo en el autobús, que me hable cuando camino por las colonias y el alma llena de preguntas, quiero verlo, tocarlo, saber que no estoy solo, pero como tantos otros, sufro porque cuesta entender sin ver, sin tener contacto, porque mi fe se siente como un suspiro, frágil, a punto de desvanecerse.

Pienso en Tomás, ese discípulo que no estaba cuando Jesús apareció por primera vez, sus amigos, con los ojos encendidos de alegría, le contaron “¡Hemos visto al Señor!”, pero él no pudo aceptarlo, dijo “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto mi dedo en el lugar de los clavos y mi mano en su costado, no creeré”, qué honesto fue, qué humano, no quiso fingir, no se dejó llevar por las palabras de otros, necesitaba su propio encuentro, su propia certeza y yo me reconozco en él, cuántas veces he ido a misa, he escuchado a otros hablar de su fe, de cómo sienten a Dios en sus vidas y me he sentido fuera de lugar, preguntándome por qué no lo siento igual, cuántas veces he abierto la Biblia, buscando una palabra que me hable y he sentido que las páginas se quedan mudas, cuántas veces he rezado en la penumbra, pidiéndole al Señor que se haga presente, que me deje verlo, aunque sea un instante, para calmar esta sed que me quema, somos muchos los que cargamos esa lucha, ese deseo ardiente de encontrar a Dios en los días que parecen más rutina que milagro, en las noches en que el silencio pesa más que cualquier respuesta.

Me duele esa sed, me duele querer sentir al Señor y no saber cómo, hay momentos en que mi fe se siente como un hilo fino, a punto de romperse, miro el crucifijo en mi pared, sé que representa un amor inmenso, pero a veces me parece solo un objeto, un eco lejano, quiero tocar las llagas de Cristo, quiero una señal, una voz clara en mi corazón, un milagro pequeño que me diga que no estoy hablando solo y sin embargo, este Evangelio me envuelve con una esperanza que me abraza, porque Jesús no desprecia la duda de Tomás, no lo juzga, no lo aparta, una semana después, cuando los discípulos están otra vez reunidos, Jesús vuelve, las puertas siguen cerradas, como las mías tantas veces, pero él las atraviesa, como atraviesa mis miedos, mis preguntas, mis cansancios, se acerca a Tomás y con una ternura que imagino en su mirada, le dice “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos, trae tu mano y métela en mi costado y no seas incrédulo, sino creyente”, no solo se manifiesta, se entrega entero, con sus heridas abiertas, con su amor sin reservas, para que Tomás pueda creer y él, tocado por ese amor, exclama “¡Señor mío y Dios mío!”, un grito que no es solo fe, sino un corazón que se rinde, que al fin se siente encontrado.

Ese momento me sacude, me hace mirar mi vida diaria y preguntarme dónde está Jesús hoy, porque aunque no lo vea como Tomás, él está aquí, en los detalles que a menudo ignoro, lo encuentro en el abrazo a mi esposa, que me escucha sin juzgar cuando le cuento mis tropiezos, en el vecino que me ayuda sin pedir nada, en la risa de mis hijos, que me recuerda que la vida, aun con sus pesos, tiene momentos de luz, en el compañero de trabajo que me ofrece un café y un rato de conversación cuando el día se siente eterno, incluso en mí, en esas veces en que, a pesar de mi agotamiento, encuentro fuerzas para ayudar a alguien, para sonreír, para seguir adelante, pero cuánto me cuesta reconocerlo, mi fe es frágil, como una vela que tiembla con el viento, quiero certezas, pruebas y cuando no las tengo, me siento solo, como si Dios estuviera en otro lado, ocupado con cosas más grandes que mis pequeños dramas.

Sin embargo, Jesús no me deja en mi soledad, me mira, como miró a Tomás y me dice “No seas incrédulo, sino creyente”, no como un reproche, sino como una mano que me levanta y luego, con una dulzura que me desarma, añade “Dichosos los que no han visto y han creído”, esas palabras son para mí, para ti, para todos los que caminamos con el corazón lleno de preguntas, buscando a Dios en el sonido del despertador, en el trajín del día, en el silencio de la noche, ser de poca fe no es un defecto, es parte de mi humanidad, la duda no es un muro, sino una puerta, cada vez que dudo, cada vez que me pregunto dónde está Dios, estoy buscando, estoy llamándolo, estoy abriendo mi corazón para que él entre.

Cristo se manifiesta en mi vida diaria, aunque a veces no lo vea, está en las heridas del mundo, en el amigo que lucha con una enfermedad, en la familia que no tiene qué comer, en el desconocido que me pide una moneda en la calle, está en mis propias heridas, en mis inseguridades, en mis errores, en los días en que me siento pequeño, y también en las resurrecciones pequeñas, en la paz que siento después de una oración sincera, en el perdón que ofrezco o recibo, en la esperanza que renace cuando todo parecía perdido, está en la mesa donde comparto el pan, en la mirada de quien me ama, en el silencio donde, aunque no lo entienda, siento que no estoy solo y aunque mi fe sea frágil, aunque me cueste entender sin ver, sé que él está aquí, atravesando las puertas que cierro con mi miedo, trayendo su paz a mi desorden.

Hoy, en medio de mi rutina, con sus prisas, sus cansancios, sus alegrías y sus dudas, quiero decir, como Tomás, “Señor mío y Dios mío”, no porque lo tenga todo claro, ni porque mi fe sea fuerte como una roca, lo digo porque confío, aunque sea con un hilo de fe, en que él está conmigo, porque sus llagas son también las mías, porque su resurrección es la promesa de que mis días, incluso los más grises, están tocados por su luz, aunque me cueste sentirlo, aunque sufra por querer tocar al Señor, sé que él sigue viniendo, sigue llamándome, sigue susurrándome que la paz es posible, incluso cuando mi corazón está cerrado por miedo y me pide que crea, no con una fe perfecta, sino con una fe viva, una que crezca en los pequeños actos de amor, en las decisiones diarias, en la valentía de seguir buscando, aun cuando no tenga todas las respuestas.