Esta imagen, tan sencilla como profunda, resuena en nuestra alma como un reflejo del plan de Dios, más aún en estos días en que, con el mundo expectante, aguardamos la elección del nuevo Papa, el pastor que guiará a nuestra Iglesia, este árbol vivo de Cristo, hacia un futuro de esperanza, solo con raíces fuertes —la tradición, la esencia, la doctrina— nuestro árbol podrá alzarse firme, extender sus ramas, florecer en frutos abundantes y bajo la mirada amorosa de Dios, recibir el agua de su gracia, el sol de su amor y el aire de su Espíritu Santo, para que sus ramas se extienden para acoger a los perdidos, sus frutos alimentan a los hambrientos de fe y su sombra ofrece refugio a los cansados.
Imaginen un roble antiguo, de tronco robusto y ramas que abrazan el cielo, con frutos generosos y una sombra que invita al descanso, su verdadera fuerza no está en lo que vemos, sino en lo que se oculta bajo la tierra: sus raíces, profundas, entrelazadas, bebiendo vida del suelo, si esas raíces se debilitan o alguien las corta pensando que son un lastre, el árbol, aunque por un tiempo mantenga su verdor, comenzará a marchitarse, sus hojas caerán, sus frutos se secarán y el viento, que antes lo mecía, lo quebrará sin esfuerzo, así es nuestra Iglesia, un árbol santo plantado por Cristo, cuya vida depende de las raíces que lo anclan a la verdad eterna.
Esas raíces son nuestra tradición, la esencia de nuestra fe y la doctrina que nos guía, la tradición es un río vivo que fluye desde los días en que Jesús caminó entre nosotros, trayendo las palabras de los apóstoles, el sacrificio de los mártires, la santidad de los santos y las oraciones de generaciones que han sostenido este árbol con amor, no como un peso que nos ata, sino como un cimiento que nos da libertad para crecer, la esencia es el latido de nuestra fe: el amor de Dios, que nos creó, nos redimió y nos llama a ser suyos en un mundo que a menudo olvida su nombre, mientras que la doctrina es nuestra brújula, la verdad revelada que nos guarda de perdernos en las corrientes de un mundo que nos tienta con promesas vacías.
Ahora, mientras los cardenales se reúnen en el cónclave, guiados por el Espíritu Santo para elegir al nuevo Vicario de Cristo, esta imagen del árbol cobra una urgencia especial, el Papa, como un jardinero humilde, tiene la misión de cuidar este árbol sagrado, no como su dueño, sino como su servidor, nutriendo las raíces para que el árbol no solo resista las tormentas, sino que crezca más frondoso, más acogedor, para que sus ramas se extienden para acoger a los perdidos, sus frutos alimentan a los hambrientos de fe y su sombra ofrezca refugio a los cansados.
Vivimos tiempos de vientos fuertes: el secularismo que enfría los corazones, el relativismo que difumina la verdad, las divisiones que nos hieren, los escándalos que sacuden nuestra confianza y algunos podrían pensar que la respuesta es arrancar las raíces, suavizar la doctrina o dejar atrás la tradición para “modernizarnos”, pero un árbol sin raíces no se adapta: se muere.
Cuidar nuestras raíces no es aferrarse al pasado por miedo al cambio, sino permitir que un árbol bien enraizado alce sus ramas hacia nuevos cielos y ofrezca sus frutos a quienes nunca antes se acercaron, la tradición nos da fuerza para innovar con fidelidad, la doctrina nos da claridad para dialogar con el mundo sin perder el rumbo y la esencia nos da el fuego para evangelizar con un amor que transforma, el nuevo Papa, iluminado por el Espíritu, nos guiará en este camino, recordándonos que solo volviendo a nuestras raíces podremos florecer, para que la Iglesia sea un refugio para los que vagan sin rumbo, un banquete para los que buscan sentido, un hogar para los que anhelan paz.
Cuando nuestro árbol está bien enraizado, cuando vivimos anclados en la verdad de Cristo, Dios, en su bondad infinita, lo bendice, regándolo con el agua viva de su gracia que lava nuestras heridas, iluminándolo con el sol de su amor que disipa las sombras del pecado, fortaleciéndolo con el aire de su Espíritu que nos impulsa a ser testigos valientes de su Reino, un Papa fiel, arraigado en la fe, será el canal de estas bendiciones, guiando a la Iglesia para que sea un faro en la tormenta, un oasis en el desierto, un árbol que no solo vive, sino que da vida.
Por eso, en este tiempo de oración y espera, invito a renovar nuestro amor por las raíces de nuestra fe, orando con fervor por los cardenales para que el Espíritu los ilumine, por el nuevo Papa para que sea un pastor humilde, valiente, sabio y por nosotros mismos, para que vivamos con alegría la tradición, la esencia y la doctrina que nos sostienen, que nuestra Iglesia, como un árbol frondoso, sea un signo vivo de la gloria de Dios, para que sus ramas se extienden para acoger a los perdidos, sus frutos alimentan a los hambrientos de fe y su sombra ofrece refugio a los cansados, hoy y siempre.