Mi alma se postra ante la majestuosidad de un misterio que es el corazón de nuestra fe: la resurrección de nuestro Señor Jesucristo, este pasaje, dictado por el Espíritu Santo a través de la pluma de Juan, no es solo un relato, sino una revelación divina, un testimonio sagrado que nos confronta con la verdad eterna: Cristo ha vencido la muerte, y en Él, la humanidad encuentra su redención, en una perspectiva profundamente conservadora, me siento compelido a clamar que esta verdad no solo debe ser creída, sino reverenciada, respetada y adorada con todo nuestro ser, en un mundo que ha olvidado el valor de lo sagrado.
Imaginemos la escena con el respeto que merece, el amanecer del primer día de la semana, un nuevo comienzo que Dios mismo ha ordenado, María Magdalena, movida por un amor puro y una fidelidad inquebrantable, se acerca al sepulcro, su corazón, aún herido por la cruz, busca al Maestro, pero encuentra la piedra removida. ¡Qué momento de desconcierto, pero también de divina providencia! corre hacia Pedro, la roca sobre la cual Cristo edificó su Iglesia y hacia el discípulo amado, símbolo de la fe contemplativa, vemos el anhelo humano en su urgencia de encontrar sentido ante lo inexplicable, pero también la chispa de una esperanza que solo Dios puede encender.
Pedro y el discípulo amado, al escuchar la noticia, corren al sepulcro, aquí, la Escritura nos muestra la jerarquía sagrada establecida por Cristo: Pedro, el primer Papa, entra al sepulcro con la autoridad que le fue conferida; el discípulo amado, que llega primero pero espera, nos enseña la humildad de la fe que se somete a la voluntad divina, dentro encuentran los lienzos en el suelo y el sudario cuidadosamente doblado, no hay caos, no hay desorden: la resurrección es un acto de poder divino, ordenado y perfecto, entonces, el discípulo amado, al ver, cree, no comprende aún las Escrituras en su totalidad, pero su corazón se rinde ante la evidencia de lo sagrado, este “vio y creyó” es un ejemplo para nosotros, un llamado a confiar en la verdad revelada, incluso cuando nuestra mente limitada titubea.
Este Evangelio no es una mera narración; es un encuentro con lo divino que exige de nosotros una respuesta de adoración, la resurrección de Cristo es un hecho histórico y sobrenatural, un milagro que no admite relativismos ni reinterpretaciones modernistas, la tumba vacía no es un símbolo poético, sino una realidad que grita la victoria de Dios sobre el pecado y la muerte, los lienzos y el sudario son señales concretas de que el Verbo encarnado, que sufrió y murió, ha resucitado en gloria, verdad es sagrada y como tal, merece nuestro respeto absoluto, nuestra devoción inquebrantable y nuestra adoración fervorosa.
Sin embargo, vivimos en tiempos en que lo sagrado ha sido profanado, la sociedad, seducida por el secularismo, ha relegado la fe a un rincón privado, ridiculizando la reverencia hacia lo divino, la resurrección, fundamento de nuestra esperanza, es tratada como un mito o una metáfora por quienes han perdido el sentido de la trascendencia, ¡debemos volver a apreciar lo sagrado!, recuperar el temor santo que nos lleva a arrodillarnos ante el misterio de Cristo resucitado. Esto significa vivir la fe con seriedad, defendiendo la verdad de la Escritura y la Tradición contra toda dilución, significa acercarnos a los sacramentos, especialmente la Eucaristía, con la certeza de que en ellos encontramos al mismo Cristo vivo que dejó el sepulcro vacío, significa enseñar a nuestros hijos a respetar la Cruz, la Iglesia y las verdades eternas que nos han sido confiadas.
Adorar a Cristo resucitado no es solo un acto de fe; es un acto de resistencia contra un mundo que desprecia lo santo, como María Magdalena, corramos al encuentro del Señor con amor ardiente, como Pedro, asumamos la responsabilidad de proclamar la verdad con valentía, sin temor a las críticas, como el discípulo amado, creamos con un corazón humilde, incluso cuando no comprendamos del todo los designios de Dios, hagamos que nuestras vidas sean un testimonio de reverencia: en la oración, en la caridad, en la defensa de la fe, que cada visita al templo, cada genuflexión, cada rosario rezado sea un acto de adoración al Rey que venció la muerte.
La resurrección es el fundamento de nuestra esperanza, pero también un llamado a restaurar el lugar de lo sagrado en nuestras vidas y en el mundo, dejemos que este Evangelio nos despierte, nos sacuda, nos lleve a postrarnos ante Cristo vivo y a vivir para su gloria, porque Él ha resucitado y en Él, todo lo sagrado encuentra su sentido. ¡Aleluya!