De entre los infinitos pasajes que iluminan nuestra fe católica en las Escrituras, el Evangelio de San Lucas tiene un carácter particular, es un pasaje en el que se nos invita a detenernos, contemplar y reflexionar profundamente: no solo porque aquí se declara la misión mesiánica de Jesucristo, sino porque resuena una verdad viva, real y eterna que da sentido a toda nuestra vida de fe, nos recuerda el centro mismo de nuestro catolicismo: Jesucristo, el Hijo de Dios, el cumplimiento perfecto de todas las promesas de salvación que el Padre había anunciado desde la antigüedad.
San Lucas comienza su evangelio con un prólogo que, desde el inicio, es claro en su intención, en él, con un espíritu meticuloso y profundamente movido por el Espíritu Santo, Lucas se compromete con nosotros los creyentes, a dar un relato ordenado y fiel de los acontecimientos que “se han cumplido entre nosotros” (Lc 1, 1). Es importante notar cómo, como católicos, no podemos leer esta introducción de manera distraída o superficial, en las palabras de Lucas hay una invitación a mirar la verdad de nuestra fe tal como ha sido transmitida, sin distorsiones ni añadidos, somos depositarios de una verdad revelada: Cristo vino a traer la plenitud del Reino de Dios y es nuestra misión custodiar, proclamar y vivir esta verdad en toda su belleza y grandeza.
El mundo moderno, tan lleno de incertidumbre y ambigüedad, nos plantea desafíos inmensos, en una época en la que muchos tienden a relativizar y reinventar incluso aquello que está enraizado en la Palabra de Dios, el prólogo de Lucas nos sacude: nuestra fe está basada en el testimonio firme de quienes caminaron con Cristo, quienes lo escucharon, lo vieron y fueron transformados por Él. No hay necesidad de adaptarla a las tendencias del tiempo, porque es eterna, inmutable y perfecta.
Y más adelante San Lucas nos lleva a un momento que no es solo histórico, sino profundamente teológico, esta escena solemne y cargada de significado, donde vemos a Jesús en su propio pueblo, Nazaret, el evangelista nos relata cómo, tras haber predicado en Galilea y haber alcanzado fama, el Señor regresa al lugar donde creció, pero no como un simple carpintero, ni como “el hijo de María y José”: vuelve ungido con la fuerza del Espíritu Santo, que había recibido en plenitud en su bautismo, como el Mesías enviado a cumplir la misión de salvar al mundo.
Jesús entra en la sinagoga rodeado de rostros familiares, de vecinos, de conocidos, la liturgia judía de aquel sábado parecía proceder como cualquier otra, pero algo poderoso estaba a punto de acontecer. Jesús se levanta, toma el rollo del profeta Isaías y lee un pasaje que todos los presentes seguramente sabían de memoria, porque hablaba de la esperanza mesiánica: el anuncio de una nueva era de justicia, libertad y salvación:
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la Buena Noticia a los pobres, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor” .
Cuando Jesús termina de leer, reina un silencio absoluto, todos los ojos están fijos en Él, ese carpintero conocido, que pocos segundos antes parecía un lector más, pero es en este momento, con una solemnidad que parte la historia en dos, cuando Jesús devuelve el rollo, se sienta y pronuncia las palabras más trascendentales que jamás hayan escuchado:
“Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír.”
Ante estas palabras no hay espacio para la indiferencia, Jesús no está hablando de un futuro lejano, ni de una esperanza que algún día será realizada, no, en este “hoy” se consuma el designio eterno del Padre: Dios ha enviado a Su Hijo al mundo no solo para anunciar liberación, sino para ser la liberación misma. Jesús no es simplemente un maestro o un profeta, sino el Ungido, el Mesías, Dios hecho carne. Este “hoy” alcanza todos los tiempos: cada momento de la historia, cada rincón del mundo, incluso nuestro presente, aquí y ahora, este “hoy” es eterno, porque Cristo sigue siendo el mismo ayer, hoy y siempre.
Pero algo más ocurre en este relato, algo profundamente humano y también profundamente divino: todas las miradas, todos los corazones se dirigían hacia Él, San Lucas no pone este detalle por accidente, llama a prestar atención al hecho de que en Jesús, había algo tan poderoso, tan completamente distinto, que nadie podía dejar de buscarlo con la mirada, incluso aquellos que más tarde lo rechazarían no pudieron quedarse indiferentes frente a Él.
Esta misma verdad sigue siendo actual para nosotros: ¿hacia dónde dirigimos nuestras miradas hoy? ¿Hacia quiénes o qué ponemos nuestros anhelos, nuestras búsquedas, nuestras esperanzas?
La Iglesia, nuestra Santa Madre Iglesia Católica, nos recuerda constantemente que en Cristo está la respuesta a nuestras preguntas más profundas, a nuestras mayores inquietudes, en este pasaje de Lucas, el Señor mismo se presenta como el cumplimiento perfecto de los deseos de cada ser humano: Él es el camino, la verdad y la vida, cuando los ojos de todos se fijaban en Jesús, lo hacían porque en lo más íntimo de su ser, aun sin comprenderlo del todo, sabían que algo en Él era único, divino, trascendental, hoy esta escena se reproduce en cada Eucaristía, cuando todos nuestros ojos y corazones deberían fijarse completamente en el altar, en Cristo realmente presente, vivo, que una vez más se da a nosotros como alimento de vida eterna.
Como católicos, este pasaje nos exhorta a una responsabilidad que no podemos ignorar: proclamar la Verdad de Jesucristo con la misma valentía y claridad con que Él lo hizo, en un mundo saturado de ruido, ideologías y propuestas pasajeras que intentan desviar la mirada de Cristo, estamos llamados a ser testigos de que esta Escritura sigue cumpliéndose, la misión de la Iglesia, la misión de cada uno de nosotros como bautizados, es continuar anunciando la Buena Nueva, mostrando al mundo que Cristo no ha pasado, que Cristo no es una idea abstracta, sino el Dios vivo que está aquí, ahora, en este “hoy” eterno.
Que nuestras vidas sean un reflejo de este Evangelio, que nuestros ojos, como los de aquellos que estuvieron presentes en Nazaret, nunca aparten su mirada del Salvador y que, como Jesús, empapados por el Espíritu Santo, seamos fieles heraldos de que “hoy” la salvación de Dios sigue siendo ofrecida al mundo entero.
Que Jesús sea siempre nuestro centro, nuestra fuerza y nuestro camino, ¡Amado sea por siempre en la Eucaristía y en nuestras vidas!