Al acercarnos al mágico y entrañable Día de Muertos, me llena de emoción reflexionar sobre lo que esta celebración significa para cada uno de nosotros como católicos en México. La calidez de esta tradición resuena en el corazón de nuestra fe, de una manera que va mucho más allá de un simple ritual. En esta época, se nos invita a conectar nuestras vidas con aquellos que han partido, a rendir homenaje a su legado y a celebrar la vida en todas sus dimensiones, incluso más allá de la muerte misma.
El recordatorio de que la muerte no es el final, sino el comienzo de algo nuevo y hermoso, es uno de los pilares de nuestra espiritualidad, en cada altares que preparamos y cada ofrenda que colocamos, nos embarcamos en un acto cargado de amor y gratitud, una calaverita de azúcar adornada, cada pedazo de pan de muerto cuidadosamente horneado y cada vibrante flor de cempasúchil que llena nuestros altares no son simples decoraciones. No, son auténticos mensajes de amor que transmiten la esencia de aquellos que han estado en nuestras vidas.
Celebrar sus vidas en lugar de llorar su ausencia transforma nuestro dolor en un homenaje resplandeciente, en un canto a la esperanza que se entrelaza con nuestro ser.
Al mirar el altar de nuestros recuerdos, nos encontramos rodeados de historias que nos hacen reír y llorar, recordamos los momentos compartidos, las anécdotas que nos llenan de alegría y se convierte en un acto casi espiritual, donde cada detalle nos conecta con el amor que perdura. Es en esos momentos de conexión profunda donde comprendemos la importancia de mantener viva su memoria, la alegría de recordar no solo sirve para celebrar la vida de nuestros seres queridos, sino también para recordar que el amor trasciende todas las barreras, aunque físicamente los extrañamos, su espíritu vive en cada acción que realizamos para honrarles.
Como católicos, nuestro compromiso con la fe nos brinda una esperanza inquebrantable, ya que sabemos que la muerte no es el final de nuestro viaje, es una transición hacia la vida eterna que es un reencuentro divino en el abrazo de Dios, esa profunda esperanza de que algún día podremos reunirnos de nuevo con nuestros seres queridos en un mundo donde ya no existe el sufrimiento ni la tristeza nos proporciona consuelo en los momentos más oscuros, en las misas en honor a nuestros fieles difuntos, elevemos nuestras oraciones y agradecimientos para sentir la poderosa presencia de amor que nos envuelve, es un momento sagrado, donde el tiempo y el espacio se entrelazan en un profundo sentido de conexión con el Reino de Dios y su misericordia, reafirmando nuestra creencia en la resurrección y en la infinita bondad del amor divino.
¿Que podemos decir del júbilo de la comunidad que se manifiesta en esta época tan especial? El Día de Muertos es, sin lugar a dudas, una celebración de carácter comunitario, donde familias y amigos se unen con un solo propósito: recordar, compartir y celebrar juntos, al ver las calles adornadas con ofrendas y luces, al escuchar las risas y conversaciones llenas de nostalgia, siento que el amor nos envuelve como un cálido abrazo, júbilo colectivo que no solo fortalece los lazos sociales, sino que también nos recuerda que, aunque algunos miembros de nuestras comunidades puedan estar físicamente ausentes, su esencia vive en cada gesto, en cada historia que se cuenta, en cada lágrima de alegría que compartimos.
La conexión entre nosotros se hace palpable en esos momentos compartidos, la vida continúa fluyendo como un río que no se detiene y el amor persiste a través del tiempo y el espacio, cada risa que resuena, cada historia que se revive, son testimonio de que la vida es un ciclo continuo en el que la solidaridad y el apoyo mutuo son fundamentales, nos recordamos unos a otros que pertenecemos a algo más grande, a una familia universal que trasciende las fronteras de la vida y la muerte.
Al recordar a nuestros fieles difuntos, verdaderamente abrazamos la alegría, la esperanza y el júbilo en su máxima expresión, estos valores no son solo conceptos abstractos; son principios que nos guían en nuestra vida cotidiana, recordándonos que cada día es un regalo de Dios Nuestro Señor, una oportunidad para vivir con amor y gratitud, en cada altar decorado con dedicación, en cada oración que se comparte con fervor y en cada encuentro que se celebra lleno de emoción, encontramos la forma de honrar sus memorias mientras cultivamos el amor que nos une.
A medida que el Día de Muertos se aproxima, renovamos nuestro compromiso no solo de recordar a quienes han partido, sino de vivir como ellos hubieran querido que lo hiciéramos, mientras tejemos nuestras historias durante esta hermosa celebración, no olvidemos que su legado es también nuestro, nos motiva a ser la mejor versión de nosotros mismos, a abrazar la vida con alegría, a vivir con un propósito renovado y a nunca perder de vista el amor que nos ha sido regalado.
Así, en cada detalle, el amor de nuestros difuntos nos acompaña y nos guía. Nos instan a vivir en plenitud, a ser amables, generosos y compasivos, siempre buscando la forma de crear recuerdos que también perduren más allá de nuestra existencia, este Día de Muertos, alzamos nuestras voces al cielo con gratitud y celebración, recordando que el amor nunca muere y que siempre vivirán en nuestros corazones, celebremos unidos, con un espíritu lleno de amor y esperanza. ¡Celebremos la vida, el amor que nos une y la promesa de un reencuentro eterno! Que en cada encuentro, cada sonrisa y cada lágrima de alegría, hagamos brillar la luz de aquellos que hemos perdido y sigamos construyendo comunidades llenas de amor y fe.
¡Feliz Día de los fieles difuntos a todos!