La Transfiguración de Jesús, es uno de los momentos más resonantes y significativos del Nuevo Testamento, en él, se combina la revelación de la divinidad de Cristo con una invitación a vivir una fe más profunda, un tema imperante en nuestra época contemporánea, donde la superficialidad a menudo define nuestras experiencias religiosas.
Comienza en un ambiente de oración, lo que subraya la importancia de la comunicación con Dios como preludio a cualquier revelación, Jesús, en su plenitud divina y humana, se aparta con sus apóstoles a un lugar de intimidad con el Padre, en un mundo saturado de ruidos y distracciones, este llamado a la reflexión y la oración resuena con fuerza, nos recuerda que es en la quietud y en la búsqueda consciente de la presencia divina que se producen los encuentros transformadores, aquí la oración no es una mera rutina, sino un medio para disponernos a recibir la gracia y la revelación que nos transforma, cuando Jesús es transfigurado, su rostro y su vestimenta se vuelven resplandecientes, manifestando su gloria divina, acto que no es solo para los apóstoles; sirve como un testimonio poderoso de su naturaleza dual: lo humano y lo divino, este equilibrio es fundamental para la fe cristiana ya que nos asegura que Dios no se separó del sufrimiento humano, sino que lo abrazó en la persona de Jesús, en tiempos de desafíos y angustias personales, este recordatorio de que Dios comparte nuestra humanidad se convierte en una fuente de aliento y esperanza.
El hecho de que Moisés y Elías aparezcan junto a Jesús tiene múltiples capas de significado, Moisés el dador de la ley y Elías el gran profeta, simbolizan la totalidad de la revelación anterior y el cumplimiento de las promesas de Dios, este encuentro entre la ley y los profetas con la figura de Cristo destaca la continuidad del plan divino y su culminación en la persona de Jesús, aquí se nos desafía a reconocer que nuestra fe no es una ruptura con el pasado, sino una realización de las promesas de Dios desde el Antiguo Testamento, como creyentes, estamos llamados a entender nuestra historia como un camino que avanza hacia la plenitud en Cristo.
La voz del Padre que dice: “Este es mi Hijo, mi Elegido; a él oíd”, es un mandato claro que tiene eco en el transcurso de la vida cristiana, vivimos en un mundo donde las voces son numerosas y muchas veces confusas, esta exhortación a escuchar a Cristo es esencial; nos invita a discernir y seleccionar sabiduría en un océano de información, nos recuerda que en la búsqueda de la verdad y la dirección, debemos volver constantemente a las enseñanzas de Jesús, su ejemplo y su amor radical, en cada decisión que tomamos, en cada relación que construimos, debemos preguntar: “¿Qué diría Jesús?” Esta reflexión siempre será luz en la oscuridad.
El deseo de Pedro de construir tres tiendas en la montaña, aunque parece noble, revela una tendencia humana a querer aferrarse a los momentos de gloria y de revelación, a menudo deseamos vivir en esos momentos de claridad, en lugar de continuar el camino que nos lleva a la cruz, en nuestra vida cristiana, podemos ser tentados a buscar solo el consuelo del monte, desestimando la dimensión de sufrimiento que también es parte de nuestra jornada, sin embargo la Transfiguración nos enseña que esos momentos de luz son preparaciones para enfrentarnos a las dificultades que vendrán, así como los apóstoles deben bajar del monte para ser testigos de la Pasión de Cristo, nosotros también estamos llamados a llevar la luz recibida a las realidades más oscuras de nuestro mundo.
En la Transfiguración podemos ver una anticipación de la resurrección, este evento prefigura la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, un recordatorio para alentar a los discípulos y por ende a todos nosotros de que el sufrimiento y la oscuridad no son el final de la historia, en el horizonte de nuestra fe, siempre resplandece la promesa de la vida eterna y la glorificación, cada celebración de la Eucaristía y cada acto de amor se convierten en una participación en esta victoria.
La Transfiguración no sólo nos ofrece un vistazo a la gloria de Dios, sino un camino a seguir, nos desafía a profundizar nuestra relación con Cristo, a buscar la contemplación en la oración, a permanecer firmes en la verdad que Él representa y a estar dispuestos a bajar del monte, llevando su luz y amor a un mundo que anhela redención.
El llamado es claro: “Escuchar a Cristo”, en todos los aspectos de nuestra vida, actuando con fe y coraje, incluso en momentos difíciles, es esta obediencia a su voz y a su ejemplo la que realmente transforma nuestras vidas y el mundo que nos rodea.