Es un misterio que te prende fuego por dentro, que te sacude hasta los huesos: el mundo entero se paraliza con los ojos clavados en el Vaticano, colgando de cada susurro que sale de esas murallas eternas, mientras con la misma furia, muchos de esos corazones que miran escupen veneno contra la fe católica, la tildan de retrógrada, moralista, hipócrita, un cadáver del pasado que no merece respirar en este siglo, pero lo que te destroza, lo que te hace querer gritar hasta quedarte sin voz, es que mientras los focos iluminan la Plaza de San Pedro, hay millones de católicos enfrentando un odio salvaje, entregando sus vidas —¡sus vidas!— en un sacrificio que arde como antorcha en la noche, ¿Cómo es que algo tan vilipendiado sigue siendo tan imposible de apagar? ¡Es un volcán que no se contiene, una verdad que quema aunque la pisoteen!
La fumata blanca rasga el cielo de Roma y el planeta se detiene, como si el tiempo mismo contuviera el aliento, no importa si estás en una metrópoli brillante o en un rincón olvidado sin luz; todos quieren saber quién será el próximo Papa, qué va a decir, cómo va a desafiar a este mundo que se desmorona, los titulares estallan como relámpagos, las redes sociales rugen y hasta los que juran haber enterrado a Dios se ven atrapados en la corriente, no es un simple evento; es un terremoto que sacude el alma de la humanidad, como si todos, en lo más hondo, supieran que lo que pasa en esas 44 hectáreas no es un espectáculo, sino un rugido que despierta lo que creíamos muerto.
El catolicismo no solo es una iglesia, ¡es un incendio vivo! la voz que lleva dos mil años gritando que cada vida es sagrada, que el amor vence al ego, que el dolor puede transformarnos en algo eterno, cuando el Papa clama por los olvidados, por un planeta que agoniza, por derribar los muros que nos dividen, sus palabras no solo resuenan; cortan como cuchillos, incluso en los que luego se mofarán de la “terquedad” de la fe, por que la Iglesia está tocando una herida abierta, un vacío que el mundo no sabe llenar, está gritando las preguntas que nos persiguen en la oscuridad: ¿Para qué existo? ¿Qué hago con este dolor? ¿Hay algo más allá de mí? y aunque el mundo se retuerza, aunque aúlle que no necesita esas verdades, no puede apagar el eco que lo atraviesa.
Pero entonces llega el zarpazo, la verdad que te parte el alma en mil pedazos, mientras el mundo debate si el Papa es “revolucionario” o “anacrónico”, mientras los flashes ciegan San Pedro, hay un grito que retumba en el silencio, un grito que el mundo ignora pero que resuena en la eternidad, en Nigeria, aldeas arden porque sus habitantes llevan una cruz al pecho, en China, los católicos rezan en sombras, bajo la bota de un régimen que los aplasta, en Siria, en Pakistán, en cada rincón donde la fe es un delito, ser católico es mirar a la muerte a los ojos y decir: “No me rindo” más de 360 millones de cristianos viven bajo persecución y los católicos, el corazón ardiente de esa fe, están en el centro de la tormenta, en 2022 más de 5,600 cristianos fueron asesinados por su fe, muchos de ellos católicos, nombres que no veremos en portadas, rostros que el mundo olvida, pero que llevan en la sangre la misma fe que el mundo observa con una mezcla de fascinación y desprecio.
¡Esos mártires son la llama que no se apaga!, mientras el mundo mira al Vaticano como si fuera un circo, ellos nos gritan que la fe católica no es un cuento bonito, sino una fuerza que quema, que transforma, que desafía hasta el último aliento y ahí está el nudo que te ahoga: el mismo mundo que llama a la Iglesia retrógrada por defender la vida, anticuada por hablar de un amor que no muere, hipócrita por los errores de sus hijos, no puede arrancar los ojos de ella, porque la Iglesia, con todas sus cicatrices, es un volcán que no se contiene, una verdad que arde en un mundo que prefiere mentiras cómodas, cada palabra del Papa, cada encíclica que sacude los cimientos, cada vida entregada en un rincón olvidado es un desafío que el mundo no puede ignorar.
El Vaticano no es solo un lugar; es el latido de una fe que se niega a morir y aunque el mundo la ataque, la persiga, intente sofocarla con sangre y desprecio, no puede apagar su fuego, cada mirada a ese balcón, cada crítica que lanza, cada gota de sangre derramada por la cruz es un testimonio de que la fe católica no es una reliquia; es un rugido que resuena en la eternidad, ¡Y mientras el mundo la mire, la odie o la llore, esa fe seguirá gritando: hay esperanza, hay sentido, hay un amor que no se rinde! ¡Y eso, aunque queme, aunque duela, es un incendio que nadie puede apagar!
¡Que gran orgullo y honor es ser católico!