Los recientes eventos en Querétaro y Cuautitlán, donde la violencia se desató con una crueldad casi surrealista, no solo son nuevos episodios de una tragedia nacional; son un síntoma de una enfermedad social crónica que nos consume y que ha encontrado en la indiferencia, la complicidad y el espectáculo su caldo de cultivo.
Lo que hemos presenciado no es solo un acto de barbarie más en la guerra del narcotráfico; es un reflectante aterrador de una sociedad que ha llegado a aceptar el horror como un estado normal, un paisaje cotidiano donde la sangre y la muerte se convierten en parte del decorado de nuestra existencia.
Desde una mirada crítica, es innegable que detrás de cada matanza se oculta un entramado más complejo que habla de la debilidad de nuestras instituciones, la corrupción endémica y la total falta de empatía, los sicarios que ejecutan estos actos no son solo mercenarios de la muerte; representan un símbolo de un sistema descompuesto que ha despojado a la humanidad de su valor más elemental: la vida.
Pero, ¿qué ha llevado a que hombres y mujeres se conviertan en instrumentos del horror, en actores que parecen cumplir una tarea asignada sin cuestionar la moralidad del acto? La respuesta está en la construcción social de la violencia como un medio de resolución de conflictos.
El término «daño colateral» utilizado para minimizar el sufrimiento infligido a los inocentes, es una retórica sediciosa que normaliza lo aberrante, comunicados oficiales lo han adoptado como una forma de restar importancia a las tragedias que, hoy por hoy, no sorprenden ni escandalizan a la opinión pública, este lenguaje es, en sí mismo, una forma de deshumanizar, de reducir a las víctimas a cifras, a estadísticas que aparecen y desaparecen en la vorágine del día a día.
En una sociedad que consume información a un ritmo frenético, estas tragedias se convierten en un momento fugaz de indignación, inmediatamente desplazadas por el siguiente evento sensacionalista, ¿qué pasa con aquellos que ante el horror, eligen grabar en lugar de ayudar? Aquí es donde la crítica se torna aún más incisiva, pues estos individuos son símbolo de una cultura que ha convertido el sufrimiento ajeno en entretenimiento.
El morbo de compartir videos de cuerpos inertes, de gritos desgarradores y de tragedias humanas, demuestra un quiebre moral y ético, nos encontramos en una sociedad saturada de deshumanización, donde el altruismo y la solidaridad han sido reemplazados por un impulso egoísta de buscar «likes» y reconocimiento a través del sufrimiento ajeno, tendencia que no solo es una traición a la ética más básica, sino un espejo de la desesperanza colectiva que nos rodea.
Los medios de comunicación tampoco escapan a esta crítica, las audiencias han sido conducidas a un ciclo de consumo passivo en el que la violencia se presenta como un entretenimiento más, el sensacionalismo periodístico ha convertido las tragedias en telenovelas de horror, donde cada muerte se convierte en un capítulo más en una novela negra que perpetúa la narrativa del «otro» violento y sanguinario, la violencia, por tanto, se reproduce y se alimenta, transformándose en una pieza más del rompecabezas social donde todos somos, de alguna manera, cómplices.
Es necesario tomar una postura activa en esta lucha contra la normalización de la violencia, no se trata simplemente de condenar los actos de barbarie, sino de confrontar una cultura que ha deteriorado la empatía y el sentido de comunidad, necesitamos una revalorización de la vida humana donde cada individuo sea reconocido no como un número, sino como un ser digno de respeto y compasión.
La realidad brutal que vivimos nos plantea una gran interrogante: ¿qué tipo de sociedad queremos construir? La respuesta debe ser clara, no podemos seguir permitiendo que el horror se convierta en una rutina, ni que el sufrimiento del otro se reduzca a un instante efímero en una pantalla, la lucha por la justicia no puede ser sepultada bajo el peso de la deshumanización, ni el silencio cómplice de quienes, desde la indiferencia, miran hacia otro lado.
Es imperativo que cada uno de nosotros se convierta en un agente de cambio, desafiar la narrativa dominante que glorifica el horror y la muerte, es hora de rechazar esa cultura del espectáculo que se regocija en la desgracia ajena, en este momento crítico, la humanidad nos llama a actuar, a recordar que nuestras acciones o la falta de ellas, tienen un impacto directo en la construcción de un futuro más digno.
La prueba de nuestra verdadera humanidad no está en ser testigos pasivos del sufrimiento, sino en ser actores comprometidos en la creación de una sociedad donde el valor de cada vida sea ante todo, sagrado, la lucha comienza ahora; no podemos esperar más.