Cuando alguien me llama “mocho”, no siento el pinchazo de un insulto ni el calor de la vergüenza, sino que me detengo a observar la palabra flotando en el aire entre nosotros y me pregunto qué intentas decirme realmente, porque en el español de ciertas latitudes, especialmente en el vibrante mosaico cultural de México, “mocho” es un término que puede significar muchas cosas, como alguien demasiado religioso, o aferrado a tradiciones polvorientas o incluso un alma cerrada a las maravillas de la modernidad, pero ¿es eso un insulto, o es solo una lente que revela más sobre quien la usa que sobre quien la recibe? Creo que la respuesta está en el espejo que las palabras nos tienden y en este caso, el reflejo no me incomoda, sino que me fascina.
Para empezar, desmenucemos el término, si me llamas “mocho” por mi fe o porque vivo anclando mi vida en rezar antes de dormir, porque encuentro consuelo en un ritual que tú consideras anticuado, no me estás ofendiendo, sino que me estás pintando un retrato incompleto ya que la fe no es una muleta para los débiles, como algunos podrían insinuar, sino un faro en la tormenta y en un mundo donde todo parece efímero, como las relaciones, las ideologías o las verdades de hoy que mañana se desechan, la fe es un acto de resistencia que no me hace menos pensante ni menos humano, sino que me da una estructura para cuestionar y buscar sentido y no perderme en el caos, así que si eso es ser “mocho”, lo abrazo, porque no hay nada pequeño en elegir un camino que trasciende lo inmediato.
Pero sé que “mocho” no siempre se queda en el terreno de la religión y a veces se extiende a las tradiciones, a esa supuesta terquedad de aferrarme a costumbres que el mundo “progresista” ha declarado obsoletas ¿Es un insulto que prefiera el calor de una comida casera, heredada de mi abuela y mi madre, a la última tendencia gastronómica o que valore el silencio de una tarde sin pantallas frente al frenesí de la hiperconectividad?, las tradiciones no son un museo de reliquias, sino un idioma vivo y una conversación con el pasado que me recuerda quién soy, y de dónde vengo, así que si me llamas “mocho” por eso, no me hieres, sino que me das una medalla, porque en un tiempo donde todo se descarta con ligereza, quedarme con algo por convicción es un acto de valentía y no de cobardía.
Claro, también está el otro matiz del término: la idea de que ser “mocho” implica una mente estrecha o una incapacidad para adaptarme, un rechazo al brillo del progreso, aquí es donde el supuesto insulto se vuelve más interesante, porque me obliga a mirar a quien lo dice y preguntarle qué entiendes por progreso, si avanzar es dejar atrás todo lo que no encaja con el último grito de la moda intelectual, o si es superioridad correr detrás de cada novedad sin detenerte a evaluar su valor y yo diría que no, porque ser “mocho”, si con eso te refieres a mi escepticismo ante el cambio por el cambio mismo, no me hace un fósil, sino un filtro que no se traga todo lo que le venden, ni se arrodilla ante lo nuevo solo porque lleva la etiqueta de “moderno”, así que si eso te frustra y te lleva a llamarme “mocho” con un dejo de burla, entonces el problema no está en mi supuesta rigidez, sino en tu necesidad de que todos sigamos el mismo compás.
Y aquí entra un giro curioso, quienes usan “mocho” como arma suelen hacerlo desde una postura de presunta apertura y se enorgullecen de su tolerancia, de su rechazo a los prejuicios, de su mente amplia que abraza la diversidad, pero al señalarme con esa palabra, ¿no se contradicen al juzgarme por mi fe, por mis valores, por mi resistencia a ciertas corrientes y no es eso una forma de intolerancia disfrazada de superioridad? Si me llamas “mocho” para ponerte por encima de mí, para reírte de lo que no entiendes o no compartes, entonces el cerrado no soy yo, porque la verdadera estrechez está en no poder aceptar que alguien viva de manera distinta, sin sentir la necesidad de etiquetarlo, ridiculizarlo, reducirlo a una caricatura.
Hablemos también del poder de las palabras, porque es un tema que no puedo pasar por alto, un insulto solo lastima si le abres la puerta y le das el espacio para que te defina, pero “mocho” no me toca, porque no lo dejo entrar, sino que lo agarro, lo examino, lo desarmo, me miro en él y me pregunto ¿quién soy? o por qué creo lo que creo, por qué elijo lo que elijo y las respuestas que encuentro no me avergüenzan, sino que me fortalecen, porque soy “mocho”, si con eso quieres decir que tengo raíces, que no me dejo arrastrar por cada viento que sopla, que prefiero la certeza de lo que he probado a la promesa vacía de lo que me ofrecen, pero también soy más que eso, como alguien que piensa y duda, que busca y no se conforma con ser una sombra de su tiempo, así que llamarme “mocho” no me reduce, me expande, porque me permite de articular mi existencia con una claridad que tal vez tú no esperabas.
Hay algo más que me intriga en todo esto: la intención detrás del término, una palabra no es solo sonido, sino un vehículo de propósito y si me llamas “mocho” para herirme, para ponerte en un pedestal, para sentir que tu visión del mundo es más válida que la mía, entonces el fallo no está en mi “mochés”, sino en tu inseguridad, ¿por qué necesitas menospreciarme para afirmarte, qué te amenaza tanto de mi manera de ser que tienes que envolverla en un insulto? Tal vez no soy yo el que está atrapado en algo pequeño, sino tú en esa necesidad de señalar, dividir, y crear un “otro” al que puedas mirar por encima del hombro.
Pienso también en el contexto más amplio, vivimos en una era donde lo viejo se desprecia casi por reflejo y lo nuevo se celebra sin cuestionarlo, donde la individualidad se aplaude, pero solo si encaja en ciertos moldes y en ese paisaje, ser “mocho” es una forma de rebeldía, porque no me alineo con el ritmo que me imponen, ni bailo al son que me tocan, ni me vendo al mejor postor ideológico, así que si eso me hace “mocho” a tus ojos, que así sea, pero no esperes que me disculpe por ello, porque no lo haré, ya que mi “mochés” no es una limitación, sino una declaración.
Al final, las palabras son espejos y “mocho” no es la excepción, cuando me la lanzas, no me defines a mí, sino que te defines a ti y refleja tu incomodidad, tu juicio, tu incapacidad, tu negativa a ver más allá de tu propio horizonte, así que sigue adelante, llámame “mocho” si quieres, pero no me ofende, sino que me entristece un poco, no por mí, sino por ti, porque en tu afán de herirme, de ridiculizarme, de ponerte por encima, te pierdes algo mucho más valioso, como la posibilidad de entenderme, de dialogar, de encontrar un puente entre nuestras diferencias y esa, creo yo, es una pérdida que ningún insulto puede justificar.