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Paciencia infinita

Como católico conservador mexicano, pienso que escribir sobre el Evangelio de cada domingo es mucho más que una simple costumbre o un pasatiempo piadoso; es una necesidad profunda, un acto de amor, un deber sagrado que nos conecta con Dios, con nuestra comunidad y con las raíces más hondas de nuestra historia, en estos tiempos que vivimos, donde el ruido del mundo parece ahogar las voces de la fe, donde las distracciones nos apartan de lo esencial y las corrientes secularizadoras intentan erosionar lo que hemos recibido como herencia, detenernos a reflexionar sobre las palabras de Cristo no solo nos devuelve la paz interior, sino que nos da un propósito claro, una dirección firme, un ancla en medio de la tormenta, el Evangelio no es un relato lejano, perdido en las páginas polvorientas de un libro antiguo; es una presencia viva, una luz que sigue brillando en nuestras sombras, un llamado que resuena en el corazón de quienes queremos escuchar, escribir sobre él nos permite acercarnos a esa luz con humildad y reverencia, hacerla parte de nuestra vida y compartirla como un tesoro que no podemos guardar solo para nosotros.

Cada domingo, cuando asistimos a la Misa, escuchamos un pasaje que tiene algo que decirnos, algo que trasciende el instante en que el sacerdote lo proclama o las palabras breves de la homilía, una enseñanza que pide ser llevada al alma, meditada en silencio, desentrañada con paciencia y sobre todo, compartida con los demás, el Evangelio de Lucas nos trae una advertencia y una esperanza, Jesús habla de aquellos galileos cuya sangre Pilato mezcló con sus sacrificios y de los dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, y nos pregunta: “¿Pensáis que eran más pecadores que los demás? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo”, después nos cuenta la parábola de la higuera estéril: un hombre que, año tras año, busca fruto en su árbol y no lo encuentra y ordena cortarlo; pero el viñador intercede, pidiendo una oportunidad más, un tiempo para cuidarla y abonarla, que mensaje tan poderoso para este tiempo de Cuaresma, cuando la Iglesia nos llama a mirar dentro de nosotros y a preparar el corazón para la Pascua.

Estas palabras de Jesús me golpean como mexicano y como creyente, en un país donde la muerte y el sufrimiento no nos son ajenos —donde la violencia, la corrupción y las injusticias nos han herido tantas veces— podría ser fácil pensar que el mal cae solo sobre los culpables, que Dios castiga a unos y perdona a otros según sus méritos, pero Jesús nos sacude: no hay distinción, todos necesitamos convertirnos, todos estamos bajo la misma llamada urgente a cambiar y luego, esa higuera estéril me hace mirarme a mí mismo ¿Cuántas veces he sido como ese árbol, recibiendo el sol y la lluvia de la gracia de Dios, pero sin dar fruto? ¿Cuántas veces he desaprovechado las oportunidades que Él me da para ser mejor, para amar más, para servir a mis hermanos?, sin embargo, la paciencia del viñador —que es la paciencia de Cristo— me llena de esperanza, no me abandona; me da tiempo, me cuida, me abona con su misericordia, escribir sobre esto me obliga a no quedarme en la superficie, a preguntarme qué frutos espera Dios de mí hoy en este México que tanto lo necesita.

En México, donde la fe católica ha moldeado nuestra forma de ser, desde las tradiciones más humildes —como las posadas o las peregrinaciones al Tepeyac— hasta los grandes acontecimientos de nuestra historia, esta práctica de escribir sobre el Evangelio se convierte en un modo de preservar nuestra identidad, somos un pueblo que ha caminado con Cristo y con la Virgen de Guadalupe, un pueblo que ha encontrado en la cruz no solo sufrimiento, sino redención, el Evangelio de hoy me lleva a pensar en cómo Jesús nos llama a no conformarnos con una fe tibia, con una vida que no da fruto en una nación donde a veces nos dejamos llevar por la desesperanza o por la rutina, estas palabras nos sacuden para que despertemos, para que dejemos de lado el pecado y abracemos la conversión que Él nos ofrece, escribir sobre esto es como encender una vela en la oscuridad, un recordatorio de que nuestra historia está tejida con la paciencia de Dios y con la fuerza de su amor.

Pero no se trata solo de mirar hacia adentro o de quedarnos en la nostalgia de lo que fuimos, escribir sobre el Evangelio es también una forma de evangelizar, de llevar la Palabra más allá de las puertas de la iglesia, de hacerla llegar a los rincones donde más se necesita, en un país como el nuestro, donde tantas almas enfrentan el dolor de la pérdida, la incertidumbre del mañana y la tentación de abandonar la esperanza, nuestras palabras pueden ser un puente hacia la verdad, un rayo de luz en la oscuridad, no es necesario ser un teólogo ni un gran orador; basta con un corazón sincero dispuesto a compartir lo que ha encontrado en esas líneas sagradas, imagino escribir sobre esta higuera y compartirlo con un joven que ha perdido el rumbo o con una familia que lucha por mantenerse unida, diciéndoles que Dios no se cansa de esperarlos, que siempre hay tiempo para dar fruto si nos dejamos cuidar por Él, ya sea en una hoja de papel que pasa de mano en mano, en un mensaje sencillo a un ser querido o en un espacio público como las redes sociales, cada reflexión es una semilla que puede germinar en la vida de alguien más, en un mundo que a veces parece decidido a borrar a Dios de su horizonte, que ridiculiza la fe y exalta lo pasajero, este sencillo acto se transforma en una resistencia callada pero poderosa, un testimonio de que la Palabra sigue viva y sigue transformando corazones.

Además, escribir sobre el Evangelio nos transforma a nosotros mismos de una manera que no siempre podemos prever, no es un ejercicio vacío, mecánico o superficial; es un encuentro personal con Cristo que nos obliga a mirarnos con honestidad, a poner nuestra vida bajo su luz, ¿Estamos viviendo de acuerdo con lo que Él nos pide? ¿Somos coherentes con esa fe que decimos profesar?, en un México marcado por tantas heridas —la pobreza que no cede, la violencia que nos desgarra, las injusticias que claman al cielo— el Evangelio nos interpela y nos empuja a actuar, nos recuerda que no basta con rezar en la iglesia, encender una vela o asistir a las fiestas patronales; tenemos que ser luz en la oscuridad, sal que dé sabor, manos que construyan un mundo más justo, Jesús nos dice que la conversión no es opcional, que la higuera no puede seguir estéril eternamente, pero también nos muestra su paciencia infinita, su deseo de darnos una oportunidad más, al poner por escrito estas reflexiones, nos comprometemos más profundamente con esas exigencias y ese compromiso nos hace crecer como hijos de Dios y como ciudadanos de esta tierra que tanto amamos.

Y hay algo más, algo que me llena de asombro y gratitud cada vez que lo pienso: al escribir sobre el Evangelio dominical, nos unimos a millones de católicos en todo el mundo que ese mismo día, escuchan las mismas palabras, una comunión invisible pero real, un lazo que nos recuerda que nuestra fe no tiene fronteras, que somos parte de una Iglesia universal que respira con un solo corazón y late con un solo amor, este domingo, mientras medito en cómo Jesús nos llama a la conversión y nos ofrece su misericordia a través de la imagen del viñador, siento que estoy acompañado por hermanos de todos los rincones del planeta, todos contemplando el mismo misterio, todos buscando la misma verdad, como conservadores, valoramos la tradición, la continuidad, el peso de lo que nos han legado quienes vinieron antes que nosotros, pienso en las abuelas que nos enseñaron las oraciones, en los sacerdotes que han dado su vida por el rebaño, en los fieles que han llenado las plazas con cantos y rosarios, escribir sobre el Evangelio es una forma de honrar ese legado, de mantener viva la voz de los mártires, de los santos, de las generaciones que nos enseñaron a persignarnos, a arrodillarnos y a confiar en la Providencia incluso cuando todo parece perdido.

Por eso, desde lo más hondo de mi ser, invito a mis hermanos en la fe, especialmente a los católicos mexicanos que compartimos este amor por lo eterno, a que hagan suya esta práctica, no se necesita mucho: un momento de silencio después de la Misa, una pluma o un teclado y la disposición de escuchar lo que el Señor quiere decirnos en lo profundo del alma, que el Evangelio de cada domingo, como este de hoy que nos urge a convertirnos y nos consuela con la paciencia de Dios, no se quede en un eco pasajero que se pierde al salir del templo, sino que se convierta en palabras escritas que nos acompañen durante la semana, que nos edifiquen en los momentos de duda, que nos recuerden nuestra misión en un mundo que nos necesita, porque escribir sobre el Evangelio es un acto de fe, sí, pero también es un acto de esperanza y de amor: amor a Dios que nos habla, amor a nuestra Iglesia que nos sostiene, amor a este México que a pesar de sus heridas, sigue siendo un pueblo de fe y de promesas, que nuestras letras sean un testimonio vivo de que la Palabra sigue hablando, sigue transformando, sigue siendo nuestra roca, nuestro refugio, hoy y siempre.