No sé cómo empezar a expresar la rabia que me carcome cada vez que pienso en lo que pasó el sábado en el Parque Bicentenario, dos personas murieron aplastadas por una estructura decorativa que colapsó en el festival AXE Ceremonia y yo no puedo quitarme de la cabeza la negligencia descarada de la Secretaría de Gestión Integral de Riesgos y Protección Civil (SGIRPC). Ese nombre suena a control, a seguridad, a algo en lo que uno podría confiar, pero lo único que quedó claro ese día es que fue un espejismo, dos almas que pagaron por música y diversión, no por jugarse la vida bajo una grúa sin permisos y una supervisión que nunca existió. ¿Protección civil? No me jodan, esto fue un homicidio por omisión y me tiene temblando de coraje.
Yo ya no sé si reír con desprecio o gritar de frustración cuando pienso en esa dependencia, a la que yo bautizo con sarcasmo la Soberana Orden de la Prevención Fantasma y la Resiliencia de Mentira, se embolsan miles de millones de pesos cada año —en 2025, dentro del botín de 260 mil millones que presume el presupuesto de la Ciudad de México, les caerán al menos mil millones, si no es que más— y me pregunto: ¿dónde está ese dinero? porque no lo veo en la seguridad de la gente, no está en inspectores revisando estructuras en eventos masivos como este, ni en protocolos que eviten tragedias que cualquiera con dos dedos de frente podría prever, no, parece que se lo gastan en oficinas relucientes, en sueldos de burócratas que no mueven un dedo y en comunicados cínicos que culpan a los organizadores, a la alcaldía Miguel Hidalgo, al destino, a lo que sea, menos a ellos mismos, miles de millones que no compran responsabilidad, que no salvan vidas, es una estafa en toda la regla y yo estoy hasta el cuello de que nos traten como idiotas.
Y luego está nuestra jefa de gobierno, que me saca aún más de mis casillas, tiene tiempo de sobra y un presupuesto descomunal para organizar eventos, para llenar la ciudad de espectáculos y fotos bonitas, pero no puede siquiera plantarse frente a un micrófono y dar una maldita rueda de prensa. ¿Dónde está? ¿Por qué no pone orden entre sus subordinados, que andan como pollos sin cabeza mientras la ciudad se desmorona? ¿Por qué no tiene la decencia de solidarizarse con los deudos de esos jóvenes que perdieron la vida por su ineptitud y la de su equipo?, dos familias destrozadas y ella ni las luces, no pido un milagro, pero al menos que dé la cara, que exija respuestas, que haga algo más que esconderse detrás de su escritorio, su silencio es una bofetada.
Si esta pandilla de ineptos no puede manejar un festival con miles de asistentes y atención global, ¿qué esperanza nos queda para el resto de esta ciudad que se cae a pedazos? ¿Van a revisar los tanques de gas en los puestos callejeros, que son bombas con patas listas para explotar y llevarse a quien esté cerca? ¿Inspeccionarán los cables pelados en los tianguis, que incendian familias por pura desidia? ¿O las casas de cartón en las cañadas, que se tambalean al borde del abismo cada vez que llueve? Ni lo sueñen. El Metro es un desastre con ruedas —la línea 12 sigue siendo una puñalada que no cicatriza— los microbuses son ataúdes rodantes que apestan a muerte, los puentes peatonales crujen como si quisieran matarnos, mientras la Soberana Orden está muy ocupada… ¿haciendo qué? ¿Contando billetes? ¿Planeando cómo evadir la próxima culpa? No tengo idea y eso me enciende aún más.
Me hierve la sangre al comparar esto con la Secretaría de Gobernación (SEGOB). En cada sorteo del país, mandan interventores a vigilar cada número que sale de la tómbola, como si el universo dependiera de que no haya trampa en unas bolitas. Firman, supervisan, garantizan, pero aquí, en esta ciudad donde miles de vidas están en juego, no hay un solo supervisor de la SGIRPC con nombre y apellido que se pare en un evento y diga: “Yo revisé esta grúa, yo aprobé esta estructura, yo garantizo que nadie va a morir”. ¿Por qué no? ¿Es tan complicado? No, lo que pasa es que prefieren el caos, la nebulosa donde nadie rinde cuentas y todos se esconden, en los sorteos, un interventor arriesga su firma por unos pesos; en la CDMX, miles de vidas valen menos que nada y no hay un valiente que dé la cara.
El circo de culpas, la SGIRPC apunta a los organizadores, como si ellos fueran ingenieros y no promotores, la alcaldía Miguel Hidalgo, que presume blindarnos mientras hostiga negocios y se lava las manos, también juega a la víctima, los privados se esconden en un silencio tan pusilánime que da náuseas, nadie es responsable, nadie asume el desastre, nadie paga, los expedientes se pudren en archivos muertos y los responsables siguen en sus sillas, contando billetes que no sirven para nada mientras dos familias lloran a sus muertos. ¿Quién está a cargo aquí? Porque yo ya no sé y me niego a aceptar esta farsa como normalidad.
Nos venden que “gestionan riesgos” y me río con amargura. ¿Gestionar riesgos? Qué broma tan cruel, solo se mueven cuando tiembla o se inunda, montando operativos para las cámaras y posando como héroes, el resto del tiempo, la Soberana Orden de la Prevención Fantasma duerme, dejando que los riesgos se apilen como pólvora, no pueden con un festival, ¿cómo van a evitar el próximo mercado que arda, el tanque de gas que explote o la ladera que entierre a los olvidados? No lo harán, no porque no puedan, sino porque no les importa un carajo y eso me llena de una impotencia que me quema por dentro.
El Parque Bicentenario no fue un accidente; fue un crimen, un homicidio por omisión firmado por la ineptitud y sellado con indiferencia, dos vidas se apagaron y los responsables —desde la SGIRPC hasta nuestra ausente jefa de gobierno— siguen en sus escritorios, gastando un presupuesto que no salva a nadie, me destroza pensar que en esta ciudad un número en un sorteo vale más que una persona, la Soberana Orden reina en sus informes vacíos, pero en las calles su trono es de escombros, de restos de lo que pudieron evitar y nosotros pagamos su coronación con sangre, con lágrimas, con una furia que no se apaga, esto tiene que parar, no sé cómo, pero tiene que parar.