La relación entre responsabilidad y culpa es un tema que, aunque puede parecer académico, tiene profundas implicaciones en nuestra vida cotidiana y, en particular, en el imaginario colectivo de los mexicanos. Esta confusión entre ambos conceptos ha influido significativamente en nuestra cultura, hasta el punto de que ser responsabilizado por un error se ha traducido, en muchas ocasiones, en ser considerado culpable. Esto se evidenció claramente durante los trágicos acontecimientos del 2 de octubre de 1968, cuando el presidente Gustavo Díaz Ordaz aceptó la responsabilidad por la represión de las manifestaciones estudiantiles en Tlatelolco. Este momento crucial no solo marcó la historia política del país, sino que también dejó una huella imborrable en la psique colectiva.
Distinguir entre responsabilidad y culpa es fundamental. La responsabilidad implica la obligación de rendir cuentas y actuar de manera consciente ante ciertas decisiones. Es una carga que puede abrir la puerta al aprendizaje y al crecimiento. En cambio, la culpa es una carga emocional, asociada a la reprobación y al juicio moral. Esta última suele limitar nuestra capacidad para evolucionar, pues cuando nos sentimos culpables, nos arriesgamos a caer en un ciclo de auto-recriminación.
Cuando Díaz Ordaz asumió la responsabilidad de Tlatelolco, su intención era ofrecer una imagen de control ante una crisis social desbordante. Sin embargo, el eco de sus palabras se desvirtuó. La sociedad interpretó su responsabilidad como una confesión de culpa, sentando un precedente en el que los líderes políticos que se atreven a asumir su papel suelen ser estigmatizados en lugar de respaldados. Este fenómeno ha permeado cada rincón del imaginario nacional, creando un ambiente en el que la mera aceptación de responsabilidad puede resultar en un juicio público implacable.
La forma en que se asume la responsabilidad ha condicionado la manera en que los mexicanos enfrentamos tanto problemas triviales como complejos. En un entorno donde la culpabilidad parece ser la constante, cualquier error, desde un fallo en el trabajo hasta una inconsistencia en la vida pública, puede llevar rápidamente a una condena social. La cultura del «linchamiento digital» es solo una manifestación contemporánea de esta realidad.
Un comentario desafortunado en las redes sociales puede volverse un escándalo, y la persona involucrada acaba siendo atacada, muchas veces sin oportunidad de explicar o corregir la situación.
Esta dinámica no solo afecta a individuos, sino que también tiene repercusiones en el ámbito político y social. Cuando los funcionarios evitan asumir responsabilidades por miedo a ser percibidos como culpables, perpetúan un ciclo de desconfianza hacia las instituciones. De esta manera, se erosiona el tejido democrático y se fomenta una cultura de mediocridad en el liderazgo, donde prevalece el temor sobre la integridad y el compromiso.
La confusión entre responsabilidad y culpa, cimentada por los acontecimientos de 1968, nos deja importantes lecciones. Es crucial reconocer que asumir la responsabilidad debe ser visto como un paso valiente hacia la mejora y el aprendizaje, no como una carga de culpa que paraliza. Este cambio de perspectiva puede ser la clave para transformar nuestra cultura hacia una que fomente la innovación, la apertura y el diálogo.
Para avanzar, debemos desmitificar la idea de que ser responsable es sinónimo de ser culpable. Necesitamos construir un imaginario nacional donde la aceptación de nuestras limitaciones sea un punto de partida para el crecimiento, no un presagio de condena. Esto implica no solo un cambio de actitud individual, sino una transformación colectiva que dé pie a una cultura más comprensiva, donde los errores sean entendidos como oportunidades para aprender y mejorar.
La confusión entre responsabilidad y culpa nos hace prisioneros de un sistema que favorece la condena sobre el entendimiento. Reflexionar sobre el legado de octubre de 1968 y reconocer su influencia en nuestra cultura actual es un paso esencial para liberar a la sociedad mexicana de las ataduras que nos impiden avanzar. Solo construyendo un contexto donde la responsabilidad se asuma con valor y se abrace como una oportunidad de crecimiento, podremos seguir adelante hacia un futuro donde no se nos juzgue de inmediato, sino que se nos ofrezca la posibilidad de redimirnos y aprender en el camino.