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Stalin Hitler y Claudia

Cuando el discurso político se convierte en autoritarismo
En los últimos años, hemos sido testigos de un fenómeno preocupante en el lenguaje de la política mexicana: la estigmatización de las ideas conservadoras, no ya como una postura ideológica legítima dentro de la pluralidad de una democracia, sino como un enemigo público, algo que debe ser erradicado. «No hay lugar para el conservadurismo en nuestro país», ha dicho reiteradamente Claudia Sheinbaum Presidente de México en distintos foros, este tipo de declaraciones no son simples expresiones de diferencias políticas ni críticas hacia los opositores; son en esencia, un llamado a la exclusión, una forma de censura ideológica que, paradójicamente guarda semejanzas con aquello que dice combatir: el fascismo autoritarista.

Quiero ser muy claro: la idea de que en México «no hay cabida» para el conservadurismo es un ataque directo contra el fundamento más esencial de la democracia, que es la convivencia de distintas posturas ideológicas, aun cuando estas se encuentren en desacuerdo entre sí, lo que Sheinbaum —y quienes adoptan este discurso— parecen olvidar es que una democracia plural permite y protege el derecho a disentir, a pensar diferente y a defender principios diversos, el conservadurismo no es ni debe ser tratado como una ideología inferior, perniciosa u opresora simplemente porque no concuerda con las narrativas oficiales del poder, por el contrario, es una expresión legítima de una parte significativa de la ciudadanía, que merece el mismo respeto y reconocimiento que cualquier otra postura, negar esto no es solo irresponsable: es abrir la puerta al autoritarismo más descarado.

El lenguaje de la exclusión como herramienta del autoritarismo

Cuando Sheinbaum afirma categóricamente que el conservadurismo es el «enemigo del progreso» y que «no podemos permitir que esas ideas regresen porque quieren destruir las libertades del pueblo», está utilizando un lenguaje profundamente peligroso que busca deslegitimar a millones de personas que comparten una visión de la vida, la familia y la libertad que no concuerda con la agenda política del momento, está actitud no solo estigmatiza, sino que también polariza, alimentando narrativas de odio que dividen a la sociedad en dos bandos irreconciliables: de un lado, el «progreso iluminado» que el gobierno representa; del otro, el «oscuro retroceso» que supuestamente encarnan los conservadores.

Esta clase de discurso no es nueva, la historia nos ha enseñado que los regímenes totalitarios han manipulado el lenguaje de manera similar para consolidar el poder y eliminar cualquier forma de disidencia, el nazismo de Hitler como el fascismo de Mussolini identificaron a ciertos grupos sociales e ideológicos como los responsables del sufrimiento de las masas, a partir de ahí, construyeron un enemigo común al que era necesario derrotar a toda costa, por ejemplo la narrativa nazi contra los judíos: al identificar a este grupo como el «obstáculo» para el desarrollo y la prosperidad alemana, se justificaron actos atroces que comenzaron con la exclusión social y terminaron en un genocidio, aunque los contextos son completamente diferentes, la estructura discursiva es alarmantemente similar: se señala a un sector (en este caso, el conservadurismo) como el enemigo del pueblo, se deslegitiman sus ideas y al hacerlo, se habilita cualquier ataque contra ellos —sean estos simbólicos, legales o incluso físicos— con la excusa de proteger al «bien mayor».

Lo verdaderamente irónico es que, mientras desde el oficialismo se acusa al conservadurismo de autoritario, intolerante y retrógrado, es el mismo gobierno el que está utilizando prácticas de exclusión y autoritarismo contra aquellos que no comulgan con su visión, ¿Qué es más autoritario: defender ciertos valores tradicionales, como la vida, la familia o la religión o intentar callar y expulsar a quienes los sostienen?, el fascismo no consiste en qué ideas se defienden, sino en cómo se trata a quienes piensan distinto y cuando un gobierno anuncia, sin pudor, que «no hay lugar» para una forma específica de pensar, lo que está ejerciendo no es democracia, sino totalitarismo.

La criminalización del conservadurismo y la perversión del lenguaje

El discurso oficial ha ido un paso más allá en la estrategia de eliminar al conservadurismo del espacio público: no solo lo condena como «reaccionario» o «retrógrado», sino que lo acusa directamente de querer imponer su moral al resto de la sociedad o de trabajar activamente en contra del pueblo, «El conservadurismo se disfraza de buena voluntad para boicotear la transformación», ha dicho Sheinbaum, sugiriendo que cualquier oposición, legítima o no, es una fuerza maliciosa que pretende destruir el supuesto «bien colectivo» que el gobierno asegura estar construyendo.

Este nivel de criminalización del adversario es una característica propia de los regímenes autoritarios, quien conoce la historia sabe que, bajo las dictaduras más brutales, la oposición es siempre descrita como un enemigo insidioso, casi invisible, que opera desde las sombras para sabotear al gobierno, el caso soviético, Stalin hablaba constantemente de «los enemigos del pueblo», aquellos que según él, obstaculizaban el avance del socialismo, en la práctica, esta retórica justificó purgas masivas, desde la censura hasta el envío de millones de personas a los gulags, cuando Sheinbaum acusa al conservadurismo como enemigo del progreso, está reproduciendo esta lógica perjudicial: cualquier desacuerdo legítimo, ya sea una postura contraria al aborto, un debate sobre el matrimonio, la defensa de la libertad religiosa o la crítica a políticas económicas y sociales, puede ser tachado de «boicot», esto no solo limita el debate público, sino que convierte ideas legítimas y valores profundamente humanos en meras caricaturas de maldad que deben ser erradicadas del espacio político y social.

¿Realmente el conservadurismo es un peligro? ¿O lo es la intolerancia del gobierno?

La gran pregunta aquí no es si el conservadurismo es un peligro para la sociedad, porque esa respuesta es clara: no lo es, defender la vida, proteger el núcleo de la familia y priorizar la libertad individual son principios que no tienen nada de peligroso; al contrario, son fundamentales para una sociedad funcional y justa, el verdadero peligro es cuando un gobierno, en nombre de un supuesto progreso, elimina estos principios junto con las voces que los sostienen, el problema no es el conservadurismo, sino un gobierno que decide, sin consulta ni respeto por el pluralismo, que esta postura no tiene derecho a existir, este es el verdadero retroceso democrático.

El discurso de Sheinbaum deja entrever, por otro lado, un profundo desprecio por la diversidad, la frase «no hay cabida para el conservadurismo» es en sí misma, una declaración de intolerancia, implica que las posturas conservadoras no solo son criticables (lo cual es parte normal del debate democrático), sino también inválidas, carentes de legitimidad y socialmente nocivas, pero nadie, ni siquiera el gobierno, tiene la autoridad para erradicar del debate público un conjunto de ideas que, para millones de personas, representan los valores fundamentales de su vida y visión del mundo.

El verdadero autoritarismo está en el poder

Si Claudia Sheinbaum realmente quiere combatir lo que ella considera fascismo y nazismo debería empezar por examinar su propio discurso y su estrategia política, por que decir «no hay lugar para el conservadurismo» es en el fondo, un fascismo de nuevo cuño: una forma de imponer una visión única de lo social y lo moral, excluyendo a quienes no comulgan con ella, en una democracia verdaderamente pluralista, la diferencia de posturas no es una amenaza; es una riqueza, silenciar al conservadurismo no nos acerca al progreso, sino que nos lleva directo al autoritarismo y al final, quien intente eliminar ideas en lugar de debatirlas está ejerciendo la misma opresión que dice combatir.