Mi Opinión Conservadora

¡Bienvenido a Mi Opinión Conservadora! Un espacio donde tus ideas y valores tienen voz, encontrarás análisis profundos, artículos reflexivos y un enfoque único sobre temas actuales desde una perspectiva conservadora, con un compromiso inquebrantable con la verdad y el diálogo, te invito a explorar y enriquecer tus conocimientos.

Un banquete para el alma

Hay días en que la Ciudad de México se siente como un torbellino imposible de descifrar, salgo de casa y me topo con el claxon de los autos atascados en Insurgentes, el grito de un vendedor ambulante ofreciendo tamales en la esquina, el zumbido del metro que se lleva a miles de almas apretujadas hacia quién sabe dónde, en medio de este caos, reflexione sobre el Evangelio según San Lucas, ese pasaje que empieza con unos fariseos murmurando y termina con una de las historias más humanas que conozco: la parábola del hijo pródigo, no sé si fue el café de la mañana o el peso de la ciudad en mis hombros, pero sentí que esas palabras no eran solo un relato antiguo, sino un espejo de lo que vivimos aquí, en esta metrópoli desbordada de vida, de contradicciones, de sueños rotos y esperanzas tercas.

Pienso en ese hijo menor, el que se atrevió a pedir su herencia y salir corriendo, me lo imagino como uno de nosotros: alguien que creció en una colonia cualquiera, tal vez en la Narvarte o en Claveria, con el ansia de escapar, de probarse a sí mismo que podía conquistar algo más grande, se fue con su dinero —o con sus sueños, que aquí valen lo mismo— y se lanzó a la aventura, en esta ciudad, esa aventura tiene mil caras: las luces neón de Polanco que prometen éxito, las fiestas interminables en la Roma o la Condesa, el frenesí de gastar lo que no tienes en centros comerciales que parecen templos modernos, ¿Cuántos de nosotros hemos sido ese hijo pródigo alguna vez? Persiguiendo una libertad que no sabemos nombrar, gastando nuestras energías en cosas que brillan pero no llenan, corriendo tras un espejismo que se desvanece cuando el dinero se acaba o cuando el cansancio nos alcanza.

Y entonces viene el desplome, el texto dice que el hijo terminó alimentando cerdos, hundido en la miseria, tan lejos de casa que ni siquiera sabía cómo volver, aquí en la CDMX no alimentamos cerdos, pero sí conocemos esa sensación de tocar fondo, la veo en el joven que duerme en una banqueta de la Merced, en la madre que estira el sueldo para que alcance hasta fin de mes, en el oficinista que se queda mirando el techo del microbús preguntándose cómo llegó a sentirse tan perdido, esta ciudad tiene una manera brutal de recordarnos nuestra fragilidad: un mal día en el trabajo, una renta que sube, una enfermedad que no esperabas y de pronto, como al hijo pródigo, nos damos cuenta de que lo que dejamos atrás —la familia, los amigos, esa paz que no valoramos— era más valioso de lo que creíamos.

Pero no todo es el hijo menor, está también el hermano mayor, el que se quedó, el que hizo lo correcto, el que nunca se rebeló y pienso en esa otra cara de la ciudad: la del que madruga para tomar el metro en Pantitlán, la del que lleva años en el mismo puesto sin quejarse, la del que paga sus impuestos y sigue las reglas aunque el sistema no siempre le devuelva el favor, ese hermano mayor vive en nosotros cuando miramos con recelo al que regresa, al que “se salió con la suya” y ahora pide ayuda, lo siento en las charlas de sobremesa, cuando alguien critica al primo que se fue a probar suerte al norte y volvió con las manos vacías o en el desprecio silencioso hacia el que pide limosna en el semáforo, en una ciudad tan marcada por la desigualdad, es fácil caer en ese rencor: ¿por qué yo, que me esfuerzo, no tengo lo que otros derrochan? ¿Por qué el que se equivocó parece salir adelante mientras yo sigo atrapado en la misma rutina?

Sin embargo, lo que me sacude el alma de esta parábola no es ninguno de los hijos, sino el padre, ese padre que no juzga, que no castiga, que no pone condiciones, el hijo menor regresa hecho harapos, con el peso de sus errores a cuestas y el padre no le pide cuentas ni le echa en cara su ingratitud; simplemente corre a su encuentro, lo abraza, manda preparar un banquete, me pregunto ¿cuántos de nosotros seríamos capaces de algo así? En esta ciudad, donde el tiempo apremia y la desconfianza es casi un instinto, tendemos a cerrar puertas, si alguien nos falla, cortamos el lazo y seguimos adelante, si un amigo se pierde en sus propios demonios, lo dejamos ir, si un familiar nos decepciona, guardamos el rencor como un tesoro, pero este padre nos muestra otro camino: el del perdón sin medida, el de la misericordia que no calcula, el del amor que no se cansa.

Vivir en la Ciudad de México es un acto de resistencia, enfrentamos temblores, inundaciones, contaminación, violencia, inseguridad y aún así seguimos adelante, pero también cargamos con fracturas más profundas: familias rotas por malentendidos, amistades que se deshacen por orgullo, comunidades que se desgastan por la indiferencia, el Evangelio me hace pensar que podemos ser distintos, podemos ser como ese padre en nuestras colonias, en nuestras oficinas, en nuestras casas, imagino una CDMX donde no nos demos la espalda tan fácil, donde el que se cae encuentre una mano tendida, donde el que regresa no sea recibido con reproches sino con un abrazo, una ciudad donde, a pesar del tráfico y las prisas, haya espacio para detenernos y escuchar, para entender que todos, en algún momento, hemos sido el hijo pródigo y todos hemos sido el hermano mayor.

Camino por el Zócalo y veo a la gente pasar: unos apurados, otros vendiendo, algunos pidiendo, todos buscando su lugar, pienso en cómo esta parábola podría cambiar nuestra manera de vernos, deberíamos dejar de correr tras lo que nos aleja —el éxito vacío, el reconocimiento fugaz— y empezar a volver: a nuestras raíces, a los que nos quieren, a nosotros mismos, soltar el resentimiento que nos pesa y abrirnos al perdón, no porque sea fácil, sino porque es lo que nos hace humanos, en una ciudad que a veces nos endurece, este relato me recuerda que la ternura sigue siendo posible, que entre el concreto y la contaminación hay grietas por donde puede colarse la esperanza.

Así que hoy, mientras subes al pesero o esperas en la fila del mercado, lleva esta lección en el pecho: la vida en la CDMX no tiene que ser solo sobrevivir, puede ser un regreso constante, un reencuentro con lo que importa, un banquete compartido incluso después de las caídas, si cada uno de nosotros se atreve a ser un poco como ese padre —paciente, generoso, dispuesto a empezar de nuevo—, tal vez esta ciudad inmensa deje de sentirse tan sola y se convierta, poco a poco, en un hogar para todos.